Friday, October 12, 2007

Gringa Rendez-vous

Hay algo de aprehensivo en mis relaciones con los aeropuertos. Debo subir a aviones al menos unas 30 veces al año, hecho que no frena mi preocupación de que si la hora, que si la maleta, que si el tráfico y que si la chucha del gato. Estoy convencido que esa costumbre ha sido heredada de mi mamá, quien aún en los tiempos de chequeos online, ella siempre estará en el aeropuerto unas seis horas antes de la hora de embarque, previa llamada telefónica al counter para confirmar que todo está en orden y que no hay gente con pinta sospechosa rondando la puerta de embarque (dada la frecuencia de viajes que ella ha tenido, mi mamá tiene suficiente tiempo muerto repartido en aeropuertos varios del mundo que podría haber sido invertido en la crianza de un hijo adicional).

Por lo arriba comentado, fiel a mis convicciones obsesivo-paranoicas, decidí cambiar mi última noche en París de una interminable roche en Rex Club por una tranquila cena en casa de mi tía-anfitriona en la ciudad ( Sylvie es una francesa de la región de la Loire tan expuesta a la peruanidad que ya entendió que para asegurar la asistencia a los eventos organizados por uno, se debe confirmar mediante repetidos RSVPs que suenen casi a amenaza). La decisión resultó acertada. No sólo porque conocí a dos simpatiquísimos españoles amigos de Sylvie (a quien un día le pediré que confirme que me los presentó en plan corralito) con los que no paramos de hablar sobre lo caro que es conseguir bienes inmuebles en Europa (es decir, un piso o una pareja que te sea fiel).

La otra ventaja de irme a dormir ese dia a la hora en la que solo las viejas y los avejentados (ajem...) comienzan a bostezar, fue el poder sortear eficientemente al día siguiente el hecho de vivir en un mundo globalizado (como oooooodio esa palabrita) en el que nos movemos como cuyes asustados en tómbola prácticamente en cualquier rincón de nuestro planeta : Calculando al minuto la secuencia necesaria bus-tren-metro para llegar al aeropuerto, salí muy temprano de casa, dispuesto a llegar lo menos agotado a Barcelona (verdadero leit motiv del apuro : no bajar del avión desorientado y sudoroso cual estudiante de intercambio, sino mas bien imperturbable y lejano, como el ciudadano del mundo que uno es).

Maletas en orden, abrigo bien colocado, lentes en su sitio, walkman conectado y todo en hora. En la larguísima conexión de metro Les Halles, desciendo las escaleras mecánicas inmóvil con los lentes oscuros, a la bufanda y las maletas al lado. Toda mi imagen pet-shop-boys alike se desdibuja cuando los altoparlantes anuncian que la línea al aeropuerto está cerrada por una mochila sospechosa abandonada en un vagón en la estación vecina de Opera. Inmediatamente, mi amiga aprehensión que estaba sentada y refunfuñante en una esquina de la estación, saltó como ganadora del EuroMillón y tomó absoluto control de mi cuerpo : Sudor frío, cólicos y hormigueos hasta en las cejas.

Miro el reloj y agradezco a mi mamá y sus cientos de horas perdidas en salas de embarque, q ahora me permiten no aumentar mi angustia mas allá del nivel habitual. Estaba a punto de sentarme y dedicarme a hacer mas o menos NADA ante esta situación, y gozar por un rato mi independencia del stress y de la oportuna jaqueca, pero escucho unos llantos y palabras ahogadas que me hacen alzar el cuello para tratar de reírme de aquella gringa que salio tarde del hotel. Aunque, en realidad, traté de ubicar la fuente del sollozo principalmente para oír -finalmente- una lengua "familiar" después de tantos días escuchando como me mandaban al carajo o me decían que era un sympathique garçon méditerranéen sin que yo pudiera entender nada, pardon?

Craso error. Tal como presentía, esta chica norteamericana era sacada de un capítulo de sitcom teenager en donde las estudiantes alocadas se van de intercambio a París, donde sufren el desprecio de la colectividad y participan de violaciones sistemáticas por cachondos veinteañeros en los alrededores de Pigalle, lo que ellas califican felices como "the whole french experience". Junto a ella, una francesa ex-hippy reformada que ahora trabaja en Pompidou aprovechaba el escándalo para tratar de practicar su oxidado inglés. Yo me acerco y la francesa me comienza a explicar en francés sobre la situación de la gringa. Al decirle que sólo hablaba inglés, a la ex-flower power se le ilumina la cara y exclama "Great, You both are from America!". Acto seguido, me la endilga sin la menor demora y desaparece entre la gente trepada a la escalera mecánica.

La niña -de unos 25 años-, que era la mar de mocos y rechinar de dientes, me explica que su vuelo sale en un ahora (el mio sale en tres) y que compartamos un taxi hasta Charles de Gaulle. Les explico amablemente que mi dinero no será entregado a paquistaníes malgeniados aún el modelo de taxi sea el último Maserati. Ante el llanto renovado y poderoso, propongo tomar el Bus al aeropuerto que sale a unas calles de donde estábamos. Diez minutos y diez euros luego, vamos rumbo al aeropuerto.

La estudiante no deja de llorar y chorrear mocos durante los 45 minutos de trayecto. Le ofrezco mi teléfono para que llame a su esposo (que la esperaba en el aeropuerto) y de que manera la habrá puteado que ahora los gritos ahogados de la nena rivalizaban con el claxon de los camiones de la carretera.

Finalmente, ella se baja en el T1 gritando un escueto "thanks". En realidad no esperaba mas que eso, pero secretamente deseaba haberla abofeteado unos 20 a 25 minutos, para quitarle los nervios y para yo pode reducir un poco la tensión del día; al final todos salíamos ganando. Así es el mundo globalizado (ag), gracias a este tipo de emergencias, uno termina despeinado, sudoroso y con 10 euros menos en la billetera.

Llegué a Barcelona, donde por poco y me convierto en la versión peruana de la chica a la que ayudé en París, pero eso es otra historia.